miércoles, 22 de abril de 2015

Hetairas, más que simples prostitutas.


Más que un tema controvertido, este es uno de opiniones. Los hay quienes piensan que las hetairas, cortesanas que servían de compañeras a los hombres de la antigua Grecia, eran poco más que eso; otros sugieren que sus funciones, influencia y educación las sitúan en uno o varios niveles por encima de las prostitutas, y que el hecho de que entre sus actividades estuviese el confortar sexualmente a sus clientes, debe ser considerado sólo como la prestación de un servicio profesional. Valor añadido, como diríamos ahora. Pero también estamos los que creemos que hay un punto intermedio que incluye ambas opciones, esto es, que las hetairas eran prostitutas, pero que además cumplimentaban sus ofrecimientos con mucho más que noches de pasión desenfrenada.

Cabe recordar que los valores morales de la actualidad difieren mucho de los de nuestros antepasados, y por ello no es justificable juzgarlos desde nuestra palestra. Las costumbres sexuales de los griegos antiguos eran, como poco, mucho más liberales que las nuestras. La homosexualidad no era sólo permitida, sino incluso celebrada y la prostitución no tenía el estigma que nuestra sociedad actual le impone, al menos en la superficie, pues no podemos ignorar que no estaba permitido a los ciudadanos atenienses entrar en el negocio del sexo. Sus profesionales, tanto hombres como mujeres, debían ser esclavos o metics, habitantes de la ciudad nacidos fuera y con ciertos derechos.

En Atenas había una clara distinción entre las pornai, las prostitutas comunes y corrientes, por llamarlas de una manera, y las hetairas. Estas últimas, por lo general, eran mujeres educadas, capaces de recitar poemas, bailar, cantar y tocar instrumentos, lo que resalta su papel como animadoras. Al contrario que las esposas e hijas de los ciudadanos atenienses que debían permanecer en el hogar, recluidas y silenciadas, las hetairas participaban no sólo en los symposium, las juergas griegas favoritas de los hombres, sino que se les permitía dar su opinión política o filosófica. La separación se extendía al ámbito de la economía, dado que las hetairas podían ser propietarias y embarcarse en transacciones comerciales (también pagaban impuestos), lo cual estaba prohibido a las esposas de aquellos hombres a los que servían. Demóstenes deja muy claro el estatus de cada uno de los títulos dados a la mujer: “Tenemos hetaeras para el placer; pallakae para las necesidades diarias de nuestro cuerpo, pero gynaekes (esposas) para que nos den hijos legítimos y sean las guardianas fieles de nuestros hogares.”

Algunas hetairas alcanzaron gran poder como parejas, no casadas, de hombres influyentes, como Aspasia, la compañera de Pericles, tan celebrada por su sabiduría que el mismo Sócrates en ocasiones era Aspasiasu invitado. Diogenes Laertius narra en su biografía de Platón que este estuvo tan enamorado en su juventud de la hetaira Archeanassa, que incluso le dedicó un epigrama. Y no podemos olvidarnos de la bella Thaïs, la hetaira compañera de Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro Magno, que le acompañó en todas sus campañas y se dice que fue la principal instigadora del incendio de Persépolis. Eso sí, aún las hetairas cargaban con cierta discriminación, al no estarles permitido casarse con un ciudadano.

Pero al final, por mucha educación que tuvieran, por mucho respeto del que fueran objeto de parte de sus clientes, la principal labor de las hetairas era como trabajadoras del sexo. Para ello estudiaban y se preparaban, para ello se cuidaban y vestían y con ello alcanzaban cualquiera que fuese su nivel de poder. No se me escapa la similitud con otras famosas cortesanas como lo son las geishas, que para muchos no dejan de ser prostitutas glorificadas. Otra cosa es lo que cada uno piense de la prostitución, sus orígenes, funciones, o de la idoneidad o no de que sea una profesión legalizada. Otra cosa también es que en la actualidad, tanto algunos hombres como mujeres mantengan viva la profesión de las hetairas, con otro nombre, por supuesto, ¿no creéis?

Articulo de J.G. Barcala