domingo, 15 de noviembre de 2015

El León que pisó Trajano


Atravesaba Trajano a diario la calle Ancha. Cubierto con su toga, tocado con su casco imperial. El más grande emperador romano de todos los tiempos, salvando César Augusto, cruzaba todos los días la vía Pincipalis del campamento romano para llegar a su casa, en Sierra Pambley.

Era ya uno de los mejores comandantes del Imperio y a su paso se guardaba un silencio reverencial. Por eso y porque era el legado, el comandante en jefe de la Legio VII Gémina Pía. En León vivió tres años.

Al acabar su jornada de trabajo, saldría quizá de los Principia, el cuartel general en la calle San Pelayo, y se encaminaría directo a la Catedral. A los baños. A las inmensas y cuidadísimas termas romanas que se extienden bajo el templo gótico, la plaza de la Regla y quizá más allá. Eso si no optaba por relajarse en el pequeño y lujoso balneario construido en su domicilio, una edificación a la altura de un miembro de la élite del ejército de Roma. Tal vez caminara por León con su mujer, Pompeya Plotina, tapada con su estola de patricia romana, tocada con su velo para ocultar la melena. Contrajo matrimonio con ella mucho antes de convertirse en emperador y cuentan las crónicas que hizo junto a él su entrada triunfal en Roma.

Plotina tenía fama de ser intelectual, amable y benevolente. Tal vez inculcó en Trajano el empeño en el bienestar de la gente y el amor por las grandes obras civiles. Quizá eso explique la construcción de un anfiteatro en la calle Cascalerías, aprovechando la ladera de un pequeño altozano que baja desde el Húmedo, dismulada ahora bajo el palacio de Don Gutierre, su plaza con escalinata y la rampa que sirve de tobogán a los niños.
Ese anfiteatro para cinco mil espectadores, con sus gradas excavadas en el declive del monte y el resto levantado en piedra y madera, que se conserva en la cripta de Cascalerías, servía de campo de entrenamiento para los soldados y de pequeño coliseo para el gran espectáculo romano, la lucha de gladiadores, que hacían gira por provincias, y el combate con las fieras. Quizá de vez en cuando algún león traído de África, si la ocasión lo merecía, el resto de las veces con fieras ‘autóctonas’, o sea osos, lobos y jabalíes.

Aunque todo comenzó antes.

Llegaron a aquella planicie victoriosos y tal vez exhaustos. Era una inmensa pradera, vacía, silenciosa, suavemente elevada desde la que se divisaban dos ríos y al fondo, las montañas. Eran cinco mil hombres jóvenes, corpulentos, pertrechados. Corría un día cualquiera entre los años 15 y 10 aC.

Excavaron un foso, fabricaron unos cajones de madera que rellenaron con la tierra sacada de la zanja y levantaron la primera muralla que tuvo León. Una empalizada de cuatro metros de alto. Aquella primera noche la pasaron allí. Y ya no se fueron nunca.

El lugar existe. Está al borde mismo del Arco de la Cárcel, en lo que hoy es la Casona de Puerta Castillo, el lugar que el Ayuntamiento ha convertido en Centro de Interpretación del León Romano. Ahí están los restos de los primeros barracones de la Legio VI, el lugar donde durmieron por primera vez los legionarios que fundaron la ciudad.

La sexta legión, la ‘victoriosa’, venía de ganar una guerra. Habían combatido contra los cántabros en feroces batallas. A las tribus rebeldes de Hispania no les gustaban los pactos y combatieron hasta el final. Dicen que la soldada que se pagaba a cada legionario en estas tierras era elevada, para combatir la fiereza de los indígenas. Así que tal vez el viento del Norte, el que azota aún este solar en el que vivimos, les pareció una caricia.

Pero la VI Victrix, creada por el mismísimo César Augusto a semejanza de la que luchó contra Marco Antonio y Cleopatra, no había llegado hasta la meseta entre el Torío y el Bernesga para batallar sino para mantener el orden, asegurar el territorio y dar escolta a gobernadores y procuradores. Así que la valla de madera y la trinchera por la que discurrían las aguas de la presa del Arco de la Cárcel —de la que hay constancia en fotos de principios del siglo XX y de la que queda como testigo el pozo de agua artesiana— y los cauces de los riachuelos que corrían hacia Barahona y Cantarranas, se transformaron pronto en otras más sólidas.

Los soldados la hicieron de tapines, costumbre heredada desde entonces en esta tierra. Cortaban en rectángulos el terreno y colocaban los ‘ladrillos’ de tierra con la hierba hacia abajo. Para entonces, ya estaba trazada la calle Ancha, la vía Principalis del campamento romano, y la población civil, las mujeres de los soldados, algunas de procedencia astur, los comerciantes y las prostitutas se agolpaban en una pequeña ciudad extramuros, al borde mismo de la muralla, en lo que hoy es Pallarés, bajo cuyos cimientos está el primer vertedero que tuvo León. Romano, claro.

Siguiendo el trazado de esa muralla de tapines, la Legio VII levantó otra de piedra. Y luego otra más, aprovechando la fortificación y el foso. Cada vez más alta, cada vez más robusta. No en vano era una legión de ingenieros, gente experta que hizo arte de la necesidad.

No hace falta ir muy lejos ni excavar nada para verla. Está en la Carretera de los Cubos, en la calle Carreras. Por allí entraba el acueducto que traía agua potable desde los Altos de Nava, a tramos sobre el suelo, a tramos elevado. Sus restos están ahora en el Jardín de San Francisco.

En el 68, cuando Trajano era apenas un chaval de 15 años al que faltaban dos para entrar en una legión, llegó a oídos de Servio Sulpicio Galba la intención del emperador de asesinarlo. En Cardenal Landázuri se reunieron sus fieles. Mandos de la Victrix y parte de sus soldados se encaminaron a Puerta Obispo y abandonaron León en apoyo a Galba. El 10 de junio del año 68 les entrega el águila en Clunia y crea una nueva legión, la Legio VII Galbiana, que acabaría siendo la VII Gémina Pía. Con ellos tomó Roma y se proclamó emperador.
Mientras, León siguió creciendo, la Legio VII se acantonó en el campamento y la cannaba, el vicus romano, la ciudad civil, se extendió hacia Puente Castro. Pero la calle Ancha siguió siendo igual. Dos mil años idéntica. La misma vía que atravesaba Trajano, la misma que tomó Marcelo, un centurión romano, para proclamar su conversión al Cristianismo. Cuentan que en julio del año 298, en plena celebración de las fiestas por el nacimiento el emperador Valerio, se despojó de su espada y el sarmiento de vid y proclamó su adhesión a la causa cristiana. Lo hizo en público, ante la legión en pleno, en el campo que se abría ante el Palacio de los Guzmanes, la extensión que hoy ocupa la iglesia de San Marcelo, la plaza de las Palomas y el Ayuntamiento viejo.

Marcelo era leonés. Había nacido en el campamento romano en algún año de la segunda mitad del siglo III. Vivía junto a su mujer, Nonia, y sus hijos —hasta doce cuentan las crónicas: Claudio, Lupercio, Victorio, Facundo, Primitivo, Emeterio, Celedonio, Servando, Germano, Fausto, Jenuario y Marcial— al comienzo de la calle Ancha, en la casa que hoy ocupa la capilla del Cristo de la Victoria. Apresado y enviado a Tánger, fue condenado a muerte y decapitado el 29 de octubre del 298.

Protegida por la muralla, León vivió el declive del imperio pero nunca dejó de ser romana. La VII Gémina Pía Félix fue la única legión que quedó para siempre en la Península. Nunca se fue de León.

Su historia sigue aquí, en la ciudad. Bajo el asfalto. En cada rincón de la ciudad. Basta con mirar.

En el lugar donde pasaron la noche los primeros legionarios que llegaron a León para fundarla se alza el Centro de Interpretación del León Romano. Allí, junto a la muralla romana del Arco de la Cárcel, en el mismo sitio en donde dice la leyenda que Pelayo dejó a la santa Marina traída desde Covadonga y la depositó en una hornacina excavada en el tercero de los cubos, el mismo que cada Jueves Santo escalan por la noche los fieles de Genarín para hacer la ofrenda de naranja, queso y orujo al ‘santo pellejero’ que murió atropellado por el primer camión de la basura, en el emplazamiento donde se da cita la historia se conservan los restos del León primigenio.

Acercarse hasta allí es acudir al lugar donde comenzó la historia misma. Allí están los restos de la primera empalizada que levantaron los legionarios, el primero de los barracones, los vestigios de las otras dos fortificaciones y la gran muralla. Y no habrá que imaginar cómo vivían los legionarios romanos, cuenta el museo con una reconstrucción de cómo era su vida cotidiana, sus camastros, los jergones, los cascos y las cáligas, las sandalias con las que los soldados de Roma conquistaron el mundo.

Están allí los orígenes de la ciudad. La huella de sus legiones.