sábado, 23 de enero de 2016

El País:Un día en la vida del imperio de Trajano



Roma, noviembre de 115 después de Cristo. En las tabernas del puerto fluvial no se habla de otra cosa: el emperador Trajano ha vuelto a cruzar el Éufrates y se dirige al Tigris.

–¡Nadie es capaz de detener al César! –afirma con rotundidad un veterano de las guerras de la Dacia golpeando con su copa ya vacía de vino la mesa.

Sus acompañantes asienten mientras se sirven más vino o cogen algo del queso cortado que ha traído el dueño de la cantina. Pero en las mesas de al lado se ven rostros más sombríos. Roma ya intentó conquistar territorios en Oriente y siempre que se cruzó el Éufrates todo terminó en terribles fracasos militares cuyos efectos adversos se dejaron sentir hasta en la misma capital del imperio. Todos en Roma recordaban el error del cónsul Craso, que fue derrotado brutalmente por los partos, murieron miles y toda una legión entera quedó apresada por el enemigo. La legión perdida, la llamaban en Roma desde entonces. ¿Qué pasó con aquella legión prisionera de los partos? Nadie lo sabe, pero muchos temen que con Trajano se repita aquel horror.

Del exterior han llegado nuevos barcos que acaban de ascender por el Tíber desde el puerto marítimo de Ostia, con las bodegas llenas de ánforas de aceite de oliva, salsa garum de Hispania y especias de la remota India. Un hombre maduro, recio, curtido por las guerras y el sol y el viento de mil lugares desciende de un barco militar. Con paso firme cruza por entre una patrulla de triunviros que velan por el orden en los muelles (al menos durante el día; la noche en Roma es otra historia, otra vida, otra muerte). Ninguno de los soldados se atreve a cortarle el paso al recién llegado: el hombre recio viste túnica roja propia del combate. Además, el guerrero se cubre con un gran paludamentum, una larga capa negra que lanza destellos a la luz del sol por el fino hilo de plata utilizado en su confección. La capa está fijada al hombro izquierdo de su portador por una preciosa fíbula de oro, y de la cintura cuelga una spatha, una espada más larga que un gladio convencional propia de la caballería romana. Los legionarios de vigilancia del puerto saben que están ante un pretoriano venido desde donde combate el César.

El pretoriano asciende cruzando las calles que discurren entre los grandes horrea o almacenes portuarios. De pronto arruga la nariz. Al girar la esquina ve la enorme montaña del Testacio, el gran vertedero de Roma donde los esclavos arrojan cientos de ánforas cada día que no pueden ser reutilizadas para nuevos transportes. Las gaviotas sobrevuelan buscando restos de comida.

El pretoriano sigue avanzando en paralelo al río. Le habría gustado desviarse e ir al Circo Máximo. Como jinete siempre le han agradado las carreras de cuadrigas, pero eso ahora tendrá que esperar. Lleva un mensaje imperial que entregar. Su nariz percibe un cambio en el ambiente. Roma le habla a uno más por los olores que por otros sentidos. Está llegando a la zona del viejo Foro Boario, el mercado de la carne donde centenares de tenderos ofrecen pollos, terneros, corderos, todo tipo de animales a una muchedumbre de compradores, desde exigentes matronas hasta cocineros de grandes residencias senatoriales que se afanan en conseguir los mejores productos al mejor precio posible. Hay un comerciante que anuncia que tiene los mejores erizos, un manjar de la cocina romana, pero salta a la vista que están casi podridos y una matrona pasa al lado del puesto indicando con un gesto que aquel vendedor es sólo un charlatán.

El pretoriano se aleja del río y cruza varias plazas amplias porticadas recubiertas de mármoles traídos de África, Asia y Egipto. Es el gran Foro de Trajano. Pasa entonces junto a la altísima columna Trajana, con maravillosos relieves policromados con azules, rojos y amarillos que narran las gestas del emperador al norte del Danubio. Y por fin se detiene frente a la puerta de una gran domus. Llama con la rotundidad que da llevar un mensaje del emperador. Le abren y lo conducen a un gran atrio. El senador Palma, el conquistador de Arabia por orden de Trajano, lo recibe de inmediato. El pretoriano saluda marcialmente y extrae de debajo de su capa negra un papiro que entrega al senador. Palma lo lee y sonríe. Hay que convocar al Senado.

Palma sale de su casa en apenas media hora. Quiere ver qué cara pondrá el viejo Serviano, que con su cuñado Adriano se oponen a la política imperial de expansión en Oriente. El mensaje del pretoriano va a caer como un jarro de agua fría sobre los anhelos de algunos senadores de frenar las conquistas del César. En poco tiempo, todos los senadores de Roma están reunidos. Palma va directo al asunto:

–Armenia et Mesopotamia in potestatem P.R. redactae… (Armenia y Mesopotamia han sido sometidas a la autoridad del pueblo romano. Una nueva gran victoria de Trajano).

La gran mayoría aplaude menos Serviano y sus más fieles, como su yerno Salinator. Roma está dividida entre los que temen que la campaña de Oriente de Trajano acabe como la legión perdida, con tropas romanas prisioneras de los partos con un destino terrible y desconocido, y los que como Palma están convencidos de que Trajano es imbatible.

A cierta distancia del Senado, nuestro pretoriano está ahora en los nuevos mercados de Trajano, frente a un puesto de telas, donde ha encontrado una preciosa palla, un manto para mujer, de la mejor seda de la remota Xeres (China). Acudirá primero a las termas que el emperador ha hecho construir al norte de la ciudad. Son más baratas. Aunque tenga buen sueldo, se ha dejado muchos sestercios en el manto.

Pero la Roma de Trajano es mucho más que la gran capital: al norte, en la frontera con la provincia de la Dacia, una cohorte de alistados en la legión VII Claudia custodia el mayor puente del mundo antiguo construido por orden imperial sobre el Danubio. Al sur, en Egipto, el gran arquitecto del César, Apolodoro de Damasco, excava en la arena junto al Nilo para abrir Amnis Traianus, el canal de Trajano, que conecte el Mediterráneo con la mar Eritrea (mar Rojo). Para este César no hay ni límites ni fronteras infranqueables. Pero… ¿dónde está el emperador?

izre, Mesopotamia, seis meses después. Las legiones están detenidas en el río Tigris. Es el mismo lugar donde lo cruzó Alejandro Magno siglos atrás. Trajano sabe que es el único sitio por donde proseguir su avance hacia Oriente, pero 40.000 partos esperan con sus arcos en la otra ribera. Es el segundo intento en cruzar. El año pasado no lo consiguió. Esta vez Trajano ha lanzado a miles de legionarios en barcazas hacia la otra ribera y ha ordenado construir un puente con naves en medio de la batalla. Los partos van a rechazar el desem­barco. Todo parece perdido. Trajano mira al puente y azuza su caballo. Se lanza al galope sobre las barcas seguido por un centenar de capas negras pretorianas. El paludamentum púrpura del emperador resplandece bajo la luz del sol mientras los cascos de su caballo pisan con fuerza las endebles maderas flotantes de aquel puente improvisado. Hay emperadores que terminan un reinado, pero otros, como Trajano, cabalgan directos a la leyenda.

Santiago Posteguillo es autor de ‘La legión perdida’ (Planeta), último volumen de la trilogía de Trajano.